domingo, julio 12, 2009

EMBUSTERÍAS DE CARLOS GOICO


Textos de René Rodríguez Soriano, poeta y novelista dominicano

¿Quién le sigue los pasos (taciturno, atrevido, retozón, mágico y lúdico), por las calles y plazas y, en alados corceles de espuma, se interna sin visa por los claros pasadizos que conducen a sus sueños poblados de sirenas, faunos y reyes sin reinos de este mundo?


¿Quién se ocupa de un duende taciturno que, una tarde de lirios y margaritas, tratando de descifrarle un guiño a la Vía Láctea, perdió el tren y se quedó sin calendario en el andén?

Si la ternura fuera un trazo rojo intenso que nos golpeara la vida con locura, todos conoceríamos a Carlos.



Carlos Goico, pintor dominicano, hoy 11 de julio del 2009, se fue con sus pinceles y sus sueños, a dibujarle en los cielos un tiempo sin males al hombre de este planeta devastado. MS


Lea el texto completo de RRS


Si la ciudad fuera un lienzo, plácidamente extendido sobre el baldío lleno de verdes juguetones, todos amaríamos a Carlos.

Papel de estraza

No atino a recordar ni lugar ni momento preciso de mi primer encuentro con Carlos. No creo que tenga importancia ahora. Lo conocí. Puedo contar cientos de historias llenas de colores ocres, pardos, mustios, relacionadas con Carlos, relacionadas con una resbalosa realidad que, aunque se intentara empañar con óleos o acrílicos, tiene color y vida. Pero no las contaré.

Pudiera hablar del día en que la contadora entró corriendo a mi oficina para anunciarme que, agresivo, Carlos andaba destruyendo azules y rojos intensos en plena calle. Venga a ver –me dijo–, acaba de quebrar un cuadro, tiene unos ojos rarísimos.

El rojo es amor, René –me desarmó Carlos, con su mirada de niño sorprendido en el instante mismo en que acaba de derramar la leche sobre el punto de cruz que bordaba la abuelita–. Pero no, tampoco hablaré del otro día en que, pálida como una lámpara, la recepcionista llamó a Juan Freddy porque Goico –por amor–, quiso pintar un fresco con su sangre sobre la alfombra de la agencia...

La realidad es simple: Carlos existe y, en cierto modo, si no somos todos, casi tengo la razón.
Todos somos Carlos

Si la ternura fuera un trazo rojo intenso que nos golpeara la vida con locura, todos conoceríamos a Carlos.

Si la alegría fuera un pez chorreando de azul por la avenida de la tarde que se puebla de amarillas consecuencias, todos soñaríamos con Carlos.

Si la tarde fuera un espacio imaginario que, de tres pinceladas tenues a la taza, hiciera café fortísimo sin cafeína, todos odiaríamos a Carlos.

Si la ciudad fuera un lienzo, plácidamente extendido sobre el baldío lleno de verdes juguetones, todos amaríamos a Carlos.

Si las islas –sin fronteras, todas– fueran un jardín flotante con un rey manco, con la sonrisa rota de miel y mariposas, todos le temerían a Carlos.

Pero, ¿quién le teme a un trazo afónico con la sonrisa trunca, gris y chata, como las uvas de la ira, mal calzado y mal peinado?

¿Quién se ocupa de un duende taciturno que, una tarde de lirios y margaritas, tratando de descifrarle un guiño a la Vía Láctea, perdió el tren y se quedó sin calendario en el andén?

¿Quién le sigue los pasos (taciturno, atrevido, retozón, mágico y lúdico), por las calles y plazas y, en alados corceles de espuma, se interna sin visa por los claros pasadizos que conducen a sus sueños poblados de sirenas, faunos y reyes sin reinos de este mundo?

¿Cuántos saltimbanquis o atildados funcionarios se ríen, lloran o se doblan de ternura ante una Alfonsina desgarbada de Carlos?

¿Cuántos rabian sus horas por las calles sin rumbo junto a una Reina amarilla o un Rey sólo siempre, negro?

¿Y, a fin de cuentas, quién viene a ser el desdentado Carlos, en cuestión? ¿De dónde diablos viene? ¿Adónde va?

Todos, a tiempo completo, lo ignoran. Y, aunque se hagan de la vista gorda, engañándose en blandas realidades de videocasete, Carlos existe. Pinta. Se desangra y nos estruja la vida con todos sus matices. Todos soñamos con él y, sin proponérnoslo, lo miramos sin verlo cada día, en cada trazo suelto, en cada esquina.

Y, aunque le pongamos todo el amargo azúcar, él nos endulza la existencia, casi sin intentarlo. Carlos Goico es así: mágico y manso. En la inmancable compañía de sus héroes mitológicos, sus pinceles, sus colores y sus lienzos, viene y se va por los recodos de las horas y el silencio. Todos somos Carlos.

3 comentarios:

rrs dijo...

¡Todos somos Carlos, todos!

Anónimo dijo...

Adios querido amigo, ni el tiempo ni la distancia pudo borrar tu hermosa presencia de mis recuerdos...

Lourdes Batista dijo...

Es la definicion mas hermosa que alguien ha hecho de Carlos!! El era un ser de otro planeta que salio una tarde a pasear, se perdio y cayo aqui, estuvo durante toda su estancia tratando de encontrar el regreso a su hogar....El venia de un mundo magico el cual nosotros no entendiamos!!!